lunes, 14 de noviembre de 2011

TEMA5. EL OFICIO DEL JURISTA Y LA JUSTICIA

TEMA 5
EL OFICIO DEL JURISTA Y LA JUSTICIA

PRUDENCIA, TÓPICA, RETÓRICA
Dr. Bernardino Montejano

1. PRUDENCIA.

La prudencia es una virtud singular. Muy estimada por los antiguos y medioevales, inspiradora no sólo de filósofos y teólogos, sino también de pintores y escultores, sufre luego el embate del "siglo de las luces" y es para Voltaire una "estúpida virtud", mientras Kant la expulsa de la moralidad porque su imperativo no es más que hipotético.


Sin embargo en nuestro tiempo, en el cual los frutos surgidos del pensamiento cartesiano muestra evidentes signos de agotamiento; en el cual el racionalismo y el sistematismo aparecen como modelos obsoletos, resurge el interés por los estudios acerca de la primera de las virtudes cardinales.


La prudencia es una virtud intelectual con materia moral. Es una virtud intelectual porque reside en la razón práctica y tiene materia moral porque rige el campo del obrar para ordenar rectamente nuestra acción. Su ámbito es la realidad humana contingente. Y dentro de ella se ocupa de lo agible mientras el arte y la técnica se refieren a lo factible.


La prudencia se refiere a los medios que debemos escoger para realizar, en el aquí y el ahora, el bien discernido por el hábito de los primeros principios prácticos, la sindéresis, y evitar el mal.
La prudencia, "recta razón en el obrar", es conocimiento. A este aspecto de la virtud responde la definición de San Agustín "conocimiento de las cosas que debemos apetecer o rehuir".


Pero la prudencia no es sólo conocimiento y por eso se distingue de la ciencia, que es separable de la bondad moral. Por ello, su dimensión más importante no es la cognoscitiva, sino la imperativa, pues como escribe Josef Pieper "lo esencial para ella es que este saber de la realidad sea transformado en imperio prudente, que inmediatamente se consuma en acción".


La prudencia, como constituye un todo moral tiene partes cuasi integrales y no partes integrales como las de los todos físicos. Estas partes son ocho; cinco se refieren a su dimensión cognoscitiva: la memoria, la docilidad, la intelección o intuición de lo concreto, la providencia, la circunspección y la cautela.


Todas ellas tienen que estar presentes en los actos propios de la prudencia: deliberación, juicio e imperio o prescripción, acechados por la precipitación, la inconsideración y la inconstancia, respectivamente.


El relevante papel de esta virtud en el campo jurídico, hace sostener a Alvaro D’Ors que "el estudio del derecho no es más que una educación de la prudencia y no va encaminado directamente a la justicia". Aquí hay un error, que consiste, no en valorizar a la prudencia sino en desvalorizar a la justicia, olvidando que el hombre de derecho debe ser un "experto en justicia". Como bien señala Francisco Elías de Tejada, D’Ors "destruye la justicia porque la confunde con agente, mientras la justicia es la virtud social por excelencia".


Sin embargo, el papel de la prudencia, "inteligente proa de nuestra vida moral" al decir de Paul Claudel, comparada por Fray Luis de Granada con los ojos en el cuerpo, el conductor en el carro y el timonel en el navío, es tan importante como el de la justicia. Y ambas tienen que actuar en forma conjunta, pues la prudencia "supone una necesaria conexión con las virtudes morales que rectifican el dinamismo afectivo y hacen así posible la rectitud práctica de la inteligencia" y a su vez, la justicia se apoya en la prudencia, pues sin la regulación de la última, "no es ni siquiera virtud, es una mera afirmación de la voluntad".



2. LA TÓPICA.

La tópica o dialéctica es una parte de la lógica en sentido amplio. El corpus aristotelicum se divide en seis apartados: tratados de lógica, metafísica, ciencias de la naturaleza, psicología, filosofía práctica y filosofía poiética. Dentro de los tratados de lógica encontramos: las Categorías (el concepto); Peri hermeneias (la proposición), Primeros analíticos (el silogismo); Segundos analíticos (la demostración); Tópicos (la dialéctica) y las Refutaciones sofísticas.


Dentro del conjunto de esas obras lógicas, ordenadas así por los discípulos del filósofo de Estagira, nos interesan en especial, por su relevancia en el orden jurídico, los Tópicos y las Refutaciones sofísticas. La tópica pertenece al terreno de lo dialéctico, no al campo de lo apodíctico y es una técnica del pensamiento que sirve para considerar, desde distintos puntos de vista, un problema planteado que requiere una solución.


La tópica fue el procedimiento utilizado por los juristas romanos quienes construyeron esa obra monumental que fuera llamada "la razón escrita" a partir del análisis y de la solución de problemas concretos. Su acento siempre estuvo en el problema y nunca buscaron la perfección de un sistema jurídico. La misma metodología brilló en las escuelas de los romanistas medievales, como la de Búlgaro. Allí el arte de la argumentación jurídica se desenvolvía en toda su amplitud en el seno de la questio. En un marco de variedad y diversidad, nacido de contradicciones de las fuentes romanas, de tesis divergentes de autores recomendables, la controversia era el medio en pos de la difícil elaboración de la solutio.


La tópica pertenece al campo de lo probable, de lo verosímil, de lo creíble y constituye un método con cuyo auxilio podemos formar "toda clase de silogismos sobre todo género de cuestiones partiendo de proposiciones simplemente probables", como enseña Aristóteles.


Y ¿para qué sirve esta técnica? Es útil como ejercicio; sirve para la conversación; para el conocimiento, para no engañarse a sí mismo y para desenmascarar a quien engaña; para dar razón de las cosas y para poder apreciarla cuando otro la da.


La época de Aristóteles se parecía mucho a la contemporánea, pues abundaban entonces "ciertas gentes que se ocupan más de parecer sabios que de serlo realmente sin parecerlo y la sofistería no es otra cosa que una sabiduría aparente y no real y el sofista trata de sacar provecho de una sabiduría aparente". Hoy nos invade una nueva y renovada sofística, constructora de un mundo de apariencias, en el cual se advierte una farisaica primacía de la exterioridad solidaria con un deliberado ocultamiento de la interioridad. Todo esto muestra la palpitante actualidad de la dialéctica como medio para descorrer tantos velos, para desenmascarar tantos disfraces, para poner en su lugar a los nuevos sofistas.


Y ¿qué es lo probable? "Es lo que parece tal, ya a todos los hombres, ya a la mayoría, ya a los sabios, y entre los sabios, ya a todos, ya a la mayor parte, ya a los más ilustres y dignos de crédito".


La dialéctica se desarrolla en un amplio campo, el de lo probable y en este campo, por el carácter de su materia, no cabe entre los hombres la infabilidad, pues todos, la mayoría y hasta los sabios pueden equivocarse. Pero este ámbito tiene sus límites y por eso enseña Aristóteles "que la discusión no debe aplicarse a cosas cuya demostración esté demasiado próxima o demasiado remota, porque unas nos suscitan duda y las otras ofrecen dificultades que no convienen a simples ejercicios".


La dialéctica es un medio que necesita un contorno propicio: aceptar dudas, investigar, participar en el diálogo. En un diálogo ordenado, con sus reglas, con un comienzo, un desarrollo y una conclusión, aunque sea provisoria y abierta a nuevas indagaciones.


Las grandes filosofías clásicas han florecido en las Escuelas conversando. Se observaban las cosas desde diversos puntos de vista. Se seleccionaban los participantes, que debían ser hombres dispuestos a plantearse problemas; estos hombres aportaban sus puntos de vista o el de autoridades en la materia; se argumentaba en torno al problema; se buscaba convencer; se barajaban las opiniones autorizadas; se buscaba adaptar las palabras a la realidad y finalmente se llegaba a una conclusión o decisión fundada en las premisas.


La dialéctica es el arte del jurista: funciona en un momento especulativo, teórico, que busca conocer lo que es, lo que a cada uno le corresponde; encontrar la verdad acerca de lo justo y de lo injusto; a ese momento, seguirá luego otro, práctico, que se traducirá en la acción justa, en darle a cada uno lo suyo.


3. LA RETÓRICA.

La retórica es el arte de encontrar los medios de persuasión y como ya los expresa Aristóteles es paralela a la dialéctica, sin confundirse con ella, pues mientras la última busca convencer, la primera se ocupa de persuadir y mientras la convicción opera sobre la inteligencia, la persuasión se refiere a la voluntad.


La retórica estudia los discursos y es clásica la división de los mismos en tres clases: Deliberativo, Judicial, Epidíctico.


El primero es de las asambleas, su tiempo es el futuro y se asemeja a una pintura de escenografía, en la cual los detalles sobran.


El segundo, es el del foro, su tiempo es el pasado y es más preciso pues se encuentra enmarcado en los hechos y encuentra su fundamento en normas existentes, que por supuesto no se agotan en las leyes. Su fin es lo justo y lo injusto.


El tercero es el de los homenajes y las conmemoraciones, su tiempo es el presente y posee un gran valor en la conservación y el acrecentamiento de los valores que cohesionan a un pueblo. Se extiende al ámbito educativo e influye a los otros dos.


El estudio de las clases de discurso, del carácter del orador y de los diversos auditorios, de los temas y del estilo apropiado, de las partes del discurso para que aparezca como un todo ordenado, son indispensables para políticos, abogados, educadores, jueces, etc..


En la obra "Polifónica", para encontrar las soluciones jurídicas colaboran los abogados de parte, el defensor y el fiscal que discuten y el juez que resuelva. La luz muchas veces surge del litigio, de la controversia, que fue en otro tiempo, "el lugar de invención del derecho".


La retórica "arrastra" un material jurídico muy interesante, así en la obra de Aristóteles aparecen referencias a la injusticia, a la ley, a la ley natural y la ley positiva, a la equidad, al delito, a los testigos, a los contratos, al juramento, etc., todo ello en el marco de la oratoria forense.


Pero también en los otros tipos de oratoria aparecen temas que interesan desde la perspectiva del derecho; así la oratoria deliberativa se ocupa de los ingresos fiscales, de la guerra y la paz, de la defensa del país, de las importaciones y exportaciones, de las formas de gobierno; y la oratoria epidíctica se ocupa de la virtud y entre las virtudes, de la prudencia, de la justicia, de la liberalidad, etc..


Dentro de las escuelas que hoy reivindican la metodología clásica, a nuestro entender se destaca la "Escuela de Bruselas" o de la "Nueva Retórica", fundada por Chaim Perelman.


Su monumental "Tratado de la argumentación", escrito con la ayuda de L. Olbrechts-Tyteca, comienza reconociendo sus vínculos con una antigua tradición, la de la retórica y la dialéctica griegas y afirmando su ruptura con una concepción de la razón y del razonamiento salida de Descartes, quien no quiso considerar como racionales más que las demostraciones que, a partir de ideas claras y distintas, propagan con la ayuda de pruebas apodícticas, la evidencia de los axiomas a todos sus teoremas.


Contra el intento monopólico del modelo de razonamiento "More geométrico", hoy agravado por el auge de la lógica matemática, Perelman sostiene la racionalidad y lógica de los razonamientos extranjeros al dominio puramente formal, agregando que si fuera la razón expulsada de este ámbito, no quedaría otro recurso que abandonarnos a las fuerzas irracionales, a los instintos, a la sugestión o a la violencia.


El término "retórica" es preferido a "dialéctica", porque desde Hegel y Marx, el último perdió en el común lenguaje filosófico su prístino sentido y requiere un largo discurso aclaratorio para precisar su significado; en cambio, la voz "retórica" caída en desuso, no presenta esos problemas.
Perelman se ocupa de las pruebas que Aristóteles llama dialécticas, que el estagirita examina en la Tópica y muestra su utilización en la Retórica. Pero la "Nueva Retórica" desborda los márgenes de la antigua, pues se refiere a todo tipo de auditorio e incluye, incluso, hasta la deliberación consigo mismo y comprende, junto al género oral, el escrito.


Es interesante destacar que Perelman y su colaboradora señalas estar firmemente convencidos que las creencias más sólidas son aquellas que no sólo son admitidas sin pruebas sino que, bien frecuentemente no son explicitadas, "pero el recurso a la argumentación no puede ser evitado cuando las pruebas son discutidas por una de las partes, cuando no hay acuerdo sobre su posición o interpretación; sobre su valor o relación con los problemas controvertidos".


Luego en la obra se ocupan de analizar los marcos de la argumentación, su punto de partida o sea las premisas; la elección de los datos y su presentación y la forma del discurso.


La última parte del libro está dedicada al estudio de las técnicas argumentativas: analiza los argumentos cuasi-lógicos y los basados sobre la estructura de lo real, la disociación de nociones y la interacción de los argumentos.


4. LA JUSTICIA

Así, pues, la justicia aparece por primera vez en la reflexión filosófica como sinónimo del ordenamiento socio-político y presentando conexiones intensas con las nociones de «trato mutuo», de «culpa», de «expiación» y de «tiempo». Tal vez en la mentalidad de Anaximandro y de sus coetáneos, el orden político es justo, al parecer, cuando se garantiza que todos se darán mutuamente un trato tal que, en caso de daños arbitrariamente infligidos, los responsables expiarán sus culpas antes o después, conforme al inexorable designio del tiempo. Esta noción de justicia conforma hasta cierto punto la mentalidad occidental en general, sobre todo en la medida en que sugiere que la justicia consiste en un cierto equilibrio en el intercambio mutuo de bienes y de daños.


Siglos después de Anaximandro, la crisis de cohesión interna de la polis griega tuvo probablemente su expresión filosófica en las nociones de justicia que defendieron algunos de los pensadores apodados como «sofistas»; en efecto, algunos de ellos, al parecer, mantuvieron que la justicia es una noción vacía que sólo se llena de contenido con una convención social pasajera y volátil: «algo es justo cuando se acuerda que es justo, e injusto cuando se acuerda que es injusto». Es muy claro que la experiencia de una cierta transformación de las reglas del juego político y social, y el conocimiento de los contrastes entre los diversos ordenamientos sociales existentes, fueron las bases en que se apoyaron los sofistas para sostener la declaración anterior. Ahora bien, en este punto es preciso distinguir entre lo que podríamos llamar «relativismo fáctico», que se limita a constatar el hecho de que haydistintas significaciones de «justicia» en el espacio y en el tiempo, y loque podemos llamar «relativismo normativo», que es una determinada posición filosófica que sostiene que todas las significaciones tienen elmismo valor, y que por tanto no tiene sentido promover el predominiode una sobre las otras. Si los sofistas, o algunos de ellos, sostuvieronrealmente esta última opinión, entonces olvidaban que los pueblospueden equivocarse: pueden acordar -de facto- el predominio de unadeterminada noción de justicia, pero puede resultar que, a la luz de una reflexión sistemática (que incluye consideraciones sobre los sujetos, las relaciones mutuas, los tipos de actos, las consecuenciasde los mismos, etc.), esa concepción de justicia resulte arbitraria caprichosa, irracional, injusta. Persistan o no, las concepciones de justicia de todos los pueblos no son equivalentes en cuanto a su valor racional, no son -de iure- igualmente válidas. La crítica de Platón al relativismo normativo de los sofistas insiste fuertemente en este punto, poniendo al descubierto la superficialidad de los argumentos de aquellos.


Otro rasgo significativo de la visión sofística de la justicia fue la afirmación de que no hay conexión necesaria alguna entre ser justo y ser feliz. Esta afirmación fue objeto de una agria polémica entre algunos sofistas y Platón, dado que éste se mostró radicalmente en desacuerdo con semejante opinión. Es muy probable que Platón heredase de su maestro Sócrates la sólida convicción de que es mejor padecer la injusticia que cometerla, y que sólo el hombre justo puede ser realmente feliz. Este problema de la relación entre justicia individual y felicidad -que ya hemos apuntado anteriormente al hablar del libro de Job- es una de las cuestiones filosóficas más apasionantes y enigmáticas que existen, y por ello no ha dejado de tener algún tipo de respuesta en las reflexiones de la mayor parte de los filósofos posteriores. Es evidente que las respuestas a esa cuestión no pueden ser fáciles ni simples, pues no sólo se trata de precisar el contenido de ambos conceptos, sino de construir un marco filosófico completo en el que ambos conceptos pudieran tener su lugar en coherencia con el resto de los datos, concepciones y creencias que se posean en todos los demás asuntos. Así debió entenderlo el propio Platón, y en consecuencia se aprestó a edificar su propio y bien conocido sistema filosófico, en el que la justicia individual (armonía de las tres virtudes básicas de prudencia, fortaleza y templanza) encaja perfectamente con la justicia de la polis ideal (armonía de las relaciones entre los sabios gobernantes, los valerosos guardianes y los laboriosos y austeros productores). La posesión de semejante armonía justa o justicia armónica era considerada por Platón el mayor bien posible al alcance de los humanos y, en consecuencia, la mayor felicidad posible, parcialmente disfrutable ya en esta vida y en este mundo, pero prorrogable eternamente en otra vida y en otro mundo, una vez liberado el individuo-alma de las servidumbres a las que está sometido por el cuerpo-prisión. De esta forma, a través del postulado de la existencia de una realidad ultramundana y de una justicia ultrahumana, Platón dejó sentadas las bases filosóficas de una concepción metafísica de la justicia que atraviesa los siglos posteriores de la mano de cierto modelo de cristianismo, y marca también su impronta en la noción de justicia que aún permanece vigente en occidente. La aportación de Aristóteles a la reflexión sobre la noción de justicia es extremadamente esclarecedora. En el libro V de la Etica a Nicómaco, Aristóteles distingue, en primer lugar, entre la justicia como virtud genérica (equivalente a rectitud moral en general), y las variedades de justicia que corresponde aplicar a unos u otros casos; así habla de la justicia conmutativa (equilibrio de intercambio de bienes entre individuos), la justicia correctiva o rectificativa (equilibrio entre cada delito y su correspondiente castigo), y la justicia distributiva (equilibrio en el reparto de bienes y de cargas entre los distintos individuos de igual rango dentro del colectivo). Esos tres tipos de equilibrio presentan una conexión esencial con la noción de igualdad: De manera que, a su parecer, la exigencia central de la justicia consiste en dar un trato igual a los casos iguales y un trato desigual a los casos desiguales. Pero distinguir qué casos concretos son iguales y cuáles no exige la presencia en los seres humanos de cierta capacidad específica. Por ello, Aristóteles postula la existencia de un cierto «sentido de lo justo y de lo injusto» ligado al uso del lenguaje humano, y por tanto exclusivo de los humanos, que a su juicio constituye la clave misma de la convivencia familiar y de la estabilidad socialestatal: «...pero la palabra (logos) es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad».


Esta alusión a un sentido moral individual como base de la propia convivencia comunitaria es particularmente importante para entender la noción de justicia que posteriormente se desarrolló en occidente como un concepto-puente entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el individuo y la sociedad, entre la conciencia interna (sentido de lo justo y de lo injusto) y la ley externa (normas de la institución familiar y de las instituciones estatales). Esta doble dimensión que muestra el concepto de justicia es patente en otros pasajes aristotélicos: «La justicia es una virtud por la cual cada uno recibe lo suyo y según lo indica la ley (la norma vigente). Injusticia, en cambio, es aquello por lo cual uno recibe un bien ajeno y no de acuerdo con la ley» . De este doble carácter de la justicia, el primero (lo «suyo», el merecimiento individual) es más natural, y el segundo («según la ley», expresión de las exigencias comunitarias) más convencional; de ahí que, cuando trata de la virtud de la equidad como propia del hombre justo, la describa como un correctivo que busca el justo medio o equilibrio entre esos dos aspectos de la justicia.


Por último, notemos que Aristóteles está conectando el deber de comportarse con justicia con la afirmación de la naturaleza necesariamente social del ser humano, y por tanto ya no hace uso de una argumentación teológica para entender la necesidad ética de la justicia. Simplemente ocurre que, o bien nos comportamos mutuamente con justicia, o no es posible la vida familiar ni social. Pero, como no podemos sobrevivir aisladamente, no nos queda otra alternativa que procurar comportarnos con justicia.


De esta forma, a través de la recuperación de Aristóteles que posteriormente llevó a cabo el cristianismo bajomedieval -singularmente en la obra de Tomás de Aquino-, la noción occidental de justicia adoptó definitivamente un lugar central y capital entre las demás virtudes éticas. En efecto, a pesar de la insistencia de muchos pensadores cristianos en que lo propio del trato interhumano debe ser la caridad, el amor mutuo, y no la mera justicia, sin embargo era preciso desarrollar la reflexión sobre la justicia para poder dar respuesta a una serie de situaciones en las que las gentes en general, y los privilegiados en particular, no tenían hábitos caritativos, ni mayor interés en adquirirlos. Si la caridad es una virtud que «sobrepasa la justicia», pero ni siquiera había condiciones para lograr un mínimo de justicia, difícilmente se podía esperar un avance en la práctica de una más exigente caridad. Ahora bien, los pensadores cristianos no encontraron la manera de elaborar una teoría de la justicia verdaderamente original, sino que asimilaron de buen grado las enseñanzas de los clásicos griegos, particularmente de Aristóteles. Por otra parte, la ruptura del propio cristianismo tras la Reforma Protestante (con las subsiguientes guerras de religión) llevó a la mayor parte de los teóricos éticos a la necesidad de centrarse cada vez más en el estudio de la justicia en dos frentes básicos: uno, el de las relaclones interhumanas (generalmente expresado en grandes tratados de ética, de derecho natural y de teología moral), y otro, el de la justicia de las instituciones (generalmente expresado en forma de utopías detalladas, esto es, retratos imaginativos de modelos alternativos de sociedad, a menudo inspirados en el precedente de La República de Platón).


Como botón de muestra de lo que dio de sí la reflexión ética después de la Reforma, veamos la clasificación de la justicia de la mayor parte de los tratadistas morales de inspiración católica. Distinguían fundamentalmente tres tipos de justicia:


-La justicia-conmutativa, que exige que las relaciones de intercambio de bienes y servicios esté presidida por la igualdad de valor, y que nadie interfiera en la esfera de derechos de otra persona sin el consentimiento de ésta o, al menos, si tal interferencia ocurre de todas formas, deberá ser compensada a satisfacción de quien la padece mediante una contraprestación equivalente. Las personas interesadas en el intercambio han de juzgar por ellas mismas en qué medida éste será justo, pues el criterio de justicia, en este caso, será el acuerdo alcanzado sin ningún tipo de coacción.


- La justicia-legal o general, que regula las relaciones entre el individuo y la comunidad considerada globalmente, exige que cada uno cumpla con una serie de deberes y obligaciones para el correcto funcionamiento de la convivencia y para la consecución de los objetivos comunes. Esto implica por parte del individuo el cumplimiento de las leyes vigentes y el pago de los impuestos legalmente establecidos. En este caso no es fácil aplicar el criterio del mutuo acuerdo para fijar los límites concretos de las prestaciones, y para lograrlo se suelen utilizar ciertos mecanismos que, en general, podemos agrupar en dos tipos: por un lado, las instituciones sociales cuyo objetivo es establecer una fuente de autoridad lo más reconocida posible (consejo de ancianos, constitución, caudillismo, regla de mayorías, etc.); por otro lado, las instituciones cuya finalidad primaria es ejercer dicha autoridad eficazmente (códigos de normas específicas, cuerpos de policía, control de las informaciones relevantes, etc.). La vigencia de unas u otras instituciones suele ser contestada por algún sector de la población (la unanimidad real, no fingida ni forzada, es prácticamente imposible, dada la enorme variedad de tipos humanos, de situaciones y de intereses); la adopción de unas u otras instituciones concretas condiciona fuertemente la vida social y pone en evidencia cuál es el modelo de justicia legal que rige en cada sociedad concreta, modelo que suele tener una estrecha relación con el tipo de justicia del apartado siguiente.


La justicia-distributiva, se refiere a los bienes y servicios que la comunidad, globalmente considerada, debe proporcionar a los individuos que la forman, tanto a los que son ya miembros plenamente activos dentro de ella, como a los que están en vías de serlo algún día, como a los que lo fueron en algún momento antes de perder sus facultades de cooperación. La sociedad tiene que tratar con justicia a sus propios miembros repartiendo equitativamente los derechos y los deberes, los poderes y las obligaciones, las prerrogativas y las garantías, las oportunidades de prosperar y las barreras anti-excesos, las riquezas y las contribuciones, los ingresos y los impuestos, los honores y los castigos, etc. Qué deba entenderse por «equitativamente» es una cuestión que aparece ligada a las concepciones culturales y sociales de cada época, de tal manera que hasta hace bien poco se consideraba que la configuración de la sociedad en estamentos bastante cerrados y los privilegios y prerrogativas adscritos a cada estamento eran algo dado «por naturaleza» y querido así por la divina providencia. En consecuencia, lo equitativo era tratar a cada cual según su rango. En cualquier caso, vemos que la justicia distributiva es el tipo de justicia que resulta más determinante y fundamental de los tres que acabamos de comentar, puesto que abarca en su despliegue a la propia justicia legal y fija los límites de lo que es lícito intercambiar en la esfera de la justicia conmutativa. Por eso los tratadistas contemporáneos de la ética social y política se han centrado primordialmente en la justicia distributiva como objeto de estudio y de polémica.


5. LA EQUIDAD


El principio de equidad es un Principio General del Derecho.
Constituye uno de los postulados básicos de tales Principios Generales del Derecho su íntima relación con la justicia, no pudiendo entenderse sin ella. Tanto es así que
Aristóteles consideraba lo equitativo y lo justo como una misma cosa; pero para él, aún siendo ambos buenos, la diferencia existente entre ellos es que lo equitativo es mejor aún.


De tal forma, citando el Diccionario de la lengua española la equidad es contemplada como la "bondadosa templanza habitual; propensión a dejarse guiar, o a fallar, por el sentimiento del deber o de la conciencia, más bien que por las prescripciones rigurosas de la justicia o por el texto terminante de la ley"; a su vez se define como "justicia natural por oposición a la letra de la ley positiva". Por lo tanto, dentro de la definición de este principio encontramos referencias a lo justo, a la justicia. Sin embargo, justicia y equidad son conceptos distintos. El gran jurisconsulto romano Celso definía el Derecho como algo que involucraba necesariamente lo equitativo.


6. LA EPIQUEYA


El término « epiqueya» tiene su origen semántico y conceptual en el ámbito del mundo griego. Significa «moderación» y se utiliza para indicar la actitud que ha de mantenerse respecto a la ley positiva. Es sobre todo Aristóteles el que desarrolla una teoría de la epiqueya, por la que ésta constituye el criterio último de valoración de la ley positiva, a la luz de las exigencias superiores de la ley natural. La epiqueya es entonces como una forma de excepción a la ley positiva cuando esta ley entra en conflicto con los dictámenes de la ley natural. Se dirige por tanto a la consecución de una justicia mejor, no siempre expresada correctamente en la letra de la ley.


En el marco de los manuales de teología moral, el concepto de epiqueva ha adquirido un valor eminentemente jurídico, reduciéndose a una actitud indulgente respecto a la ley, motivada por razones de interés personal. Se la entiende, por tanto, como instrumento para evitar el carácter gravoso de la ley con el riesgo evidente de caer en el laxismo.


En la reflexión ética contemporánea se ha recuperado a la epiqueya en su significado original, poniéndola en relación con los derechos de la conciencia. Se trata de una actitud inspirada en la conciencia del valor y del límite de la ley, y por consiguiente proyectada a la asunción de una responsabilidad personal concreta para con la misma: responsabilidad que puede llevar consigo tanto la renuncia a actuar sus contenidos, por ser injustos, como el compromiso de ir más allá de la ley para vivir plenamente el valor expresado insuficientemente por ella. Para el cristiano esto tiene su fundamento en la afirmación de Jesús: «El sábado está hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado".


El ejercicio correcto de la epiqueya exige una profunda madurez interior y un vivo sentido de la prudencia. Sólo con estas condiciones es posible evitar tanto el peligro de legalismo como el de la permisividad, y enfrentarse seriamente con la ley Sin faltar a las exigencias de la situación y de la vocación personal de cada uno.

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